BUCEANDO CON CRISTINA ZENATO EN GRAN BAHAMA

DIAN FOSSEY llegó a establecer una relación personal con los gorilas de montaña que estudiaba, y Jane Goodall logró algo parecido con los chimpancés de Gombe. Al principio los simios huían de ella, pero no se dio por vencida. Empezó observándolos con prismáticos y poco a poco fue reduciendo la distancia hasta que los chimpancés la admitieron en su intimidad. Ella misma lo cuenta en su biografía: «Día tras día, con sol, viento o lluvia, subo a las colinas. Aquí es donde estaba destinada a estar». Y eso mismo podría firmar Cristina Zenato respecto a su relación con los tiburones coralinos de Nasáu.

Por fin tenía ante mí a la mujer que hasta el momento solo había intuido bajo un traje de cota de malla. De inmediato congeniamos. Le declaré mi admiración por su trabajo y la ilusión que me hacía conocerla. Hablamos mientras nos poníamos los equipos y durante el trayecto hasta el punto de inmersión, y antes de entrar en el agua, le conté orgulloso mi hazaña de dejar en vertical durante unos segundos un tiburón tigre. Ella me dedicó entonces una media sonrisa y me contó que había dejado quince minutos inmóvil a un tiburón coralino. (Está claro que las comparaciones son odiosas…)

Su punto habitual de inmersión era junto a un pecio de doce metros de eslora a unos veinte metros de profundidad. Casi al instante de llegar al fondo, Cristina se vio rodeada por un enjambre de tiburones que se agitaban a su alrededor. Despacio, sin perder nunca la compostura, empezó a sacar del tubo azul que llevaba, trozos de pescado para dárselos en la boca al tiburón que ella consideraba. Fue realmente un equilibrio absoluto dentro de una tormenta de aletas.

Pero de pronto la situación dio un giro. Cristina dejó a un lado el tubo con el cebo y se arrodilló en el fondo arenoso. Los tiburones seguían pasando muy cerca, pero ella en vez de darles de comer los acariciaba, les rascaba el lomo, les tocaba el morro con suavidad, y ellos nadaban cada vez más despacio, algunos prácticamente se detenían cuando estaban a su altura, e incluso dos se posaron en el suelo y apoyaron la cabeza contra su regazo. El espectáculo era tierno y maravilloso, estaba viviendo en directo lo que tantas veces había visto en su famoso vídeo de -Malagueña Salerosa-.

Pasados unos minutos, se centró en uno de los ejemplares que se había tumbado y empezó a acariciarle el morro con un movimiento circular del pulgar, y poco después se puso en pie sujetando al animal por la aleta dorsal mientras le seguía acariciando. Por fin, en un alarde de control, lo levantó de la cola y lo dejó completamente vertical sobre su mano derecha como si sostuviera un violín.

Cuando salimos del agua la felicité enérgicamente. Entonces ella, viendo mi cara de felicidad y entusiasmo, me propuso que siguiéramos charlando sobre tiburones en su casa tomando una taza de café. Una ocasión, que además de ser un honor, no podía desaprovechar.

C:”Soy italiana, aunque nací y me crié en el Congo”, me contó en cuanto nos sentamos a la mesa, ”pero a estas alturas me siento más de Bahamas que de ningún otro lugar. Esta es mi casa, yo la he elegido.” Y siguió narrándome su vida en relación a los tiburones: curiosidad al principio, interés y amor al fin, identificándome totalmente porque me parecía estar oyendo mi propia historia.

K:”¿Cómo diste con el método para pararlos?” le pregunté en un momento en que la conversación giraba en torno a las técnicas aprendidas bajo el agua.

C:”Por casualidad” respondió ella con modestia.
C:”Ya has visto como se acercan cuando hay comida, es fácil acariciarlos pero son muy nerviosos, y en una ocasión me di cuenta de que cambiaban de actitud si les tocaba el morro. Parecía que retenían la marcha para prolongar el contacto conmigo, de algún modo sentí que les provocaba una sensación placentera. Deduje que probablemente ese contacto creara algún tipo de estímulo de los impulsos electromagnéticos generados en las ampollas de Lorenzini .”

K:”Pero yo he visto que algunos tiburones ya se acercaban muy despacio antes de que los tocaras, incluso un par de ellos se han recostado en tu regazo sin contacto previo.”

C:”Sí, claro”, afirmó esbozando una media sonrisa.
C:“La técnica funciona, así es como empezó todo, pero a estas alturas yo creo que hay algo más”.

K:”¿A qué te refieres con algo más?”, Cristina bajó la voz.
C:”A que los tiburones me conocen.” Creo que abrí mucho los ojos como señal de sorpresa.
K:”¿Y tú los conoces a ellos?”
C:”¿Cómo no los voy a conocer? Los veo a diario, a algunos desde hace más de ocho años, los conozco a casi todos. Incluso distingo el carácter de cada uno y de qué humor están.” Miré a Cristina con admiración y debió leer mis pensamientos, porque dijo:
C:”No hay mucho secreto en esto, Karlos, créeme. Si visitas el mismo sitio ciento treinta veces al año, conoces a todos los animales, y ellos te conocen a ti. Ten en cuenta que bajo siempre con comida, los alimento, los ayudo, y ellos lo saben. Entre nosotros se han establecido lazos de afecto, de amistad, de confianza. Existe una verdadera relación, ese es el secreto.”

Yo la escuchaba y quería creer en sus palabras, pero no dejaba de sonarme irracional oír hablar de lazos de afecto, amistad y confianza entre un humano y un tiburón.

K:”¿Qué quieres decir con que los ayudas?” Cristina salió un momento de la habitación y volvió con una caja que contenía más de cuarenta anzuelos de gran tamaño y me dijo
C:”Mira, todos se los he quitado yo con mis propias manos.”
K:”¿De la boca?”
C:”Sí, claro. Bueno, alguno de otros sitios, pero la mayoría de la boca.”

K:”¿Y no te afectan las críticas que dedican algunos naturalistas a los que dan de comer a los tiburones?” Cristina sonrió, pero esa vez su sonrisa pareció una mueca.
C:”Si yo no atrajera a los tiburones alimentándolos, nunca les habría podido liberar de estos anzuelos.”

K:”Ya, pero esos naturalistas mantienen que toda intromisión en su medio implica algún modo de destrucción. A mí me llovieron golpes de todas partes cuando intenté practicar la inmovilidad tónica con los tigre.” Cristina se encogió de hombros y cerró suavemente la caja de los anzuelos.
C:”Siempre habrá quien critique. Hagas lo que hagas, nunca le gustará a todo el mundo. Pero en mi opinión, el único modo de conocer a los tiburones, y ayudarles, es acercarse a ellos lo más que podamos, y la mejor forma de que la gente los acepte es que pueda verlos de cerca y deje de temerlos.”

K:”¿Tú crees que se podría llegar a manejar a un tiburón tigre como a un coralino?”
C:”No lo sé. Hay una enorme diferencia de tamaño y por lo que cuentas no responden igual a las caricias en el morro, pero si quieres mañana bajamos juntos, pruebas con los coralinos, te enseño a alimentarlos y tú mismo ves las diferencias.”

Se me hizo larga la espera… Al día siguiente me proporcionó un traje de malla completo, como el suyo, charlamos en la cubierta del barco de cómo era la técnica de alimentación y seguidamente de esto, entramos en el agua.

Descendí despacio, y una vez en el fondo me quité las aletas, me puse en pie y asenté bien el peso entre las dos piernas. Entonces Cristina me pasó el cilindro con el pescado. De inmediato me vi rodeado por una veintena de tiburones que se empujaban entre ellos y me empujaban a mí, y no solo tiburones, a mi alrededor se formó una bola de peces de todos los tamaños que me impedían ver a más de veinte centímetros de mis narices. Tuve claro la razón de llevar el traje de malla, en aquella vorágine era fácil llevarse un mordisco. Hubo un momento en que casi sentí claustrofobia, pero respiré hondo y conseguí controlar los nervios. Esperé hasta que los tiburones se calmaron un poco antes de sacar mi primer trozo de pescado. Sabía que debía tener claro a qué ejemplar estaba destinado, porque si un trozo de cebo se queda a la deriva se tiran todos a por él sin dudar.

Elegí al afortunado que nadaba en la dirección y la altura adecuada y deslicé la mano entre la tapa de goma del cilindro. Hundí los talones en la arena, flexioné un poco más las rodillas, sujeté con fuerza el trozo de pescado y lo saqué con decisión cuando el tiburón elegido estaba a menos de un metro. Satisfecho, iba a soltarlo delante de su cabeza cuando un mero enorme me lo arrancó de la mano. Me costó media docena de intentos calcular la velocidad del tiburón y el momento óptimo de la suelta, pero al final lo conseguí.

La segunda parte de la inmersión fue aún más emocionante. Me arrodillé, dejé al lado el cilindro con el cebo para que mantuvieran su interés en mí y empecé a tocarlos como le había visto hacer a ella, incluso a acariciarles el morro, pero al principio no noté que retuvieran la marcha. Cristina me indicaba con gestos que no los forzara, pero me costaba mucho controlar la ansiedad. Después de un buen rato logré que alguno se quedara parado, y aunque no acabaron de posarse sobre mí, me di por más que satisfecho…

Aprender más sobre tiburones e inmovilidad tónica con Cristina Zenato fue un honor. Me di cuenta de muchas cosas, sobre todo ratifiqué mi teoría de que para poder investigar sobre ellos hay que tener “contacto” y que eso, aunque se use cebo, no es malo como algunos dicen. Además de compartir con Cristina un café, un par de cenas, varias inmersiones y muchas charlas sobre tiburones, también compartimos el mismo punto de vista sobre estos fabulosos animales.

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