El limón es un tiburón grande, casi como el toro (bull shark), y su nombre le viene porque, dependiendo de la luz, tienen el lomo de un color marrón claro amarillento. También es conocido como tiburón galano en muchas zonas del mar Caribe, donde hace algunos años, concretamente en aguas de Bahamas, pude investigar ciertas cosas de su comportamiento.
Lo primero que teníamos que conseguir es que se acercaran y permanecieran a nuestro alrededor. Que mejor que cajas de cebo colgando debajo del barco y en el fondo. Yo me coloqué de rodillas junto a esta última y esperé a que los tiburones me rodearan. Estaba tranquilo y decidido, pero verme solo entre tantos escualos hizo que extremara las precauciones.
Antes de establecer con ellos ningún contacto físico, decidí comprobar de forma fehaciente que yo no despertaba su interés, y que si me rondaban era solo por el cebo.
La primera prueba que se me ocurrió fue sacar un pequeño trozo de cebo de la caja, ponerlo cerca de mi pecho y alejarme lo más rápido posible de ellos. Los tiburones no se tiraron contra mi como habrían hecho los coralinos, pero me siguieron despacio, sin alterarse pero atentos, durante un gran trecho, rodeados siempre por las grandes rémoras que suelen escoltarlos. Cuando consideré que estaba a una distancia segura, viendo que todavía me seguían, aproveché que uno venía de cara para soltar el cebo cuando estaba cerca. El tiburón lo engulló de un bocado, y giró tan apurado que al pasar me rozó con una de sus aletas pectorales. Pero identificó totalmente lo que era cebo y lo que era “buceador”…
Repetí la prueba una vez más, consciente de que eso no lo podría hacer ni con los coralinos ni con los sedosos, tiburones muchos más rápidos y nerviosos, y lo mismo, cada vez que tomaba un poco de cebo y me alejaba me seguían algunos ejemplares. No todos, claro, el cebo de las otras cajas también mantenía encelados a otros ejemplares.
La prueba de fuego vino cuando hice los mismos gestos sin coger ningún trozo de pescado y me alejé corriendo como antes. Al volver la cabeza comprobé que no me había seguido ninguno. Todos, absolutamente todos, se mantuvieron dando vueltas en torno a las otras cajas. Aquello me convenció de que yo no tenía ningún interés para los limón, y que una vez más, saben perfectamente lo que es casa cosa: cebo y buceadores.
La segunda prueba fue más comprometida, me puse a hacer movimientos bruscos con mi mano derecha de abajo hacia arriba, y aquello sí atrajo el interés de los escualos.
Yo había bajado con un guante de cota de malla como el que usaba Cristina Zenato, por si el metal tuviera algo que ver en su modo de calmar a los tiburones acariciándoles el morro. No era descabellado pensar que el acero alterase de alguna manera sus receptores electromagnéticos, las famosas ampollas de Lorenzini, provocándoles una especie de corto-circuito placentero que los dejaba paralizados.
El caso es que noté que se fijaban mucho en la mano, supongo que los reflejos metálicos del guante les recordarían a algún pez, hasta tal punto que en una ocasión la levanté por encima de mi cabeza y uno que venía de frente subió la suya y se tiró a morderla. De inmediato me giré, la pegué al costado y el tiburón pasó de largo, pero puedo decir que vi en primer plano sus mandíbulas y pude apreciar las diferencias entre el tipo de dientes de una y otra. A partir de entonces, me moví de forma lenta y controlada, y el incidente no volvió a repetirse. Esto demuestra que una de los consejos que siempre doy cuando se bucea con tiburones es mantenerse tranquilo y no hace movimientos bruscos con los brazos o las piernas, de lo contrario, puede haber algún incidente.
Después de estas pruebas, seguí observándolos para intentar dejar a alguno inmóvil. Los tiburones trazaban una y otra vez el mismo recorrido, se acercaban a la caja a ras de suelo y se alejaban despacio para dar una nueva vuelta, de modo que me coloqué a un par de metros en una de las líneas de salida y esperé a que entrara uno muy despacio para retenerlo suavemente de la aleta dorsal y empezar a acariciarle el morro con la mano enguantada. El tiburón tiró un poco cuando lo sujeté, pero tan pronto empezaron las caricias se dejó hacer y se posó en el fondo. Moví el pulgar sin tregua acariciándole el morro como si diera cuerda a un reloj enorme, y el animal parecía tan entregado que me decidí a cambiar la mano izquierda de delante a detrás de la aleta dorsal. Empecé entonces a levantarlo despacio, el tiburón permanecía quieto y tranquilo, pero cuando ya había alcanzado una inclinación de treinta grados, otro ejemplar me lanzó un mordisco a la mano con la que le acariciaba el morro. Supongo que el brillo del guante metálico moviéndose rítmicamente le hizo creer que era presa fácil. La sorpresa hizo que apartara la mano de golpe, mi “captura” se agitó, dio un coletazo y se fue.
Mala suerte, aunque creo que yo tuve también parte de culpa, quizá si hubiera estado más tiempo y me hubiera movido más despacio no habría llamado la atención del otro escualo, pero me pudo la impaciencia.
Aún así salí contento de los ensayos con los tiburones “galanos”, sobre todo de ver como reaccionaban al cebo y a los movimientos bruscos de mis manos.
Siempre digo que no es tan malo “molestarles” un poquito, siempre que sepas como hacerlo y sin duda con algún motivo de investigación, para aprender de su comportamiento y enseñar acerca de él…